Inicio /Climatología agrícola y manejo del agua / Cambio climático y seguridad alimentaria global: oportunidades y amenazas para el sector rural argentino.
La Academia Nacional de Agronomía y Veterinaria incorporó el 18 de mayo de 2016 al Ing. Agr. Ernesto Viglizzo como Académico. A través de un acto que se realizó en el campo de la Facultad de Agronomía de la Universidad de La Pampa se procedió a esta incorporación mediante una "sesión pública extraordinaria" de la Academia. En dicha sesión el nuevo académico Ernesto Viglizzo disertó sobre"El cambio climatico y la seguridad alimentaria global:amenazas y oportunidades para el sector agropecuario argentino". De alli surge esta publicación cuyo autor es el Ing. Agr. Ernesto Viglizzo y es propiedad de "Anales de la Academia Nacional de Agronomía y Veterinaria".
La Academia Nacional de Agronomía y Veterinaria incorporó el 18 de mayo de 2016 al Ing. Agr. Ernesto Viglizzo como Académico. A través de un acto que se realizó en el campo de la Facultad de Agronomía de la Universidad de La Pampa se procedió a esta incorporación mediante una "sesión pública extraordinaria" de la Academia. En dicha sesión el nuevo académico Ernesto Viglizzo disertó sobre"El cambio climatico y la seguridad alimentaria global:amenazas y oportunidades para el sector agropecuario argentino". De alli surge esta publicación cuyo autor es el Ing. Agr. Ernesto Viglizzo y es propiedad de "Anales de la Academia Nacional de Agronomía y Veterinaria".
Teoría del cambio climático y respuesta global.
En 1896 Svante Arrhenius, un reconocido científico sueco, dudaba si debía o no comunicar una teoría novedosa que había bosquejado. Al estudiar, junto a Thomas Chamberlin, los efectos de algunos gases atmosféricos sobre los procesos de hielo y deshielo en la Tierra, había encontrado una correlación positiva entre la concentración de dióxido de carbono (CO2) y la temperatura de la atmósfera terrena. Su conclusión fue que la quema de combustibles fósiles derivados del carbón y del petróleo había elevado la concentración de CO2 en la atmósfera y provocado un aumento en la temperatura del planeta. Esta teoría permaneció casi olvidada hasta el siglo siguiente, pero a los registros térmicos de varias estaciones meteorológicas en el hemisferio norte confirmaron, a mediados de la década de 1980, un ascenso preocupante de la temperatura media de la atmósfera, y para muchos científicos la teoría del efecto invernadero de Arrhenius se tornó creíble. El mundo académico, el ecologismo y los medios masivos de comunicación encendieron luces de alarma, y la propia opinión pública se preocupó rápidamente. A través del Programa Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) y la Organización Meteorológica Mundial (OMM) se creó el Panel Inter-gubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC), que es reconocido como el grupo de cooperación científica de referencia con mayor autoridad para expedirse en ese tema. Varias centenas de científicos y técnicos de todo el mundo colaboran hoy con esta organización y producen informes periódicos que actualizan y difunden avances en ese campo de la ciencia del clima, analizan modelos y predicen el impacto del calentamiento global sobre los sistemas climático, oceánico, económico, ecológico, alimentario y sanitario.
Sucesivos informes del IPCC ratificaron que el efecto invernadero podía ser atribuido, con alta probabilidad de certeza, a las emisiones de anhídrido carbónico y otros gases emitidos por el hombre. Los informes más recientes de esta organización ofrecen 10 conclusiones que surgen de sus informes anteriores: (1) La influencia del hombre sobre el sistema climático de la Tierra es clara y las últimas emisiones antropogénicas (de origen humano) de gases de efecto invernadero (GEI) son las más altas de la historia; (2) Desde el año 1850, cada década fue más cálida que la anterior. El calentamiento del sistema climático es inequívoco y muchos de los cambios observados desde la década de 1950 no tienen precedentes en el último milenio. Este cambio explica el aumento de la temperatura de la atmósfera y de los océanos, la reducción de la superficie de hielos y el ascenso del nivel del mar; (3) Las emisiones GEI alcanzaron un máximo desde el comienzo de la era industrial debido en gran parte al aumento de la población y el crecimiento de la economía. Hoy se registran las mayores concentraciones de dióxido de carbono (CO2), metano (CH4) y óxido nitroso (N2O) de los últimos 800.000 años; (4) Los efectos de las emisiones de GEI sobre el calentamiento global se prolongarán más allá del siglo 21; (5) Desde la década de 1950 se registró un aumento de eventos extremos del tiempo y del clima: una disminución de las temperaturas frías extremas, un aumento de las temperaturas cálidas extremas, un incremento del nivel medio de los mares y un aumento en la proporción de precipitaciones torrenciales en varias regiones del planeta; (6) Aumentará la probabilidad de consecuencias graves, generalizadas e irreversibles tanto para el hombre como para los ecosistemas. Para reducir esos riesgos es imprescindible reducir drásticamente las emisiones GEI y promover políticas locales que reduzcan la vulnerabilidad y favorezcan la adaptación al cambio climático; (7) Aumenta la probabilidad de que se produzcan prolongadas olas de calor, que las lluvias se tornen más intensas y frecuentes en muchas regiones, que se calienten y acidifiquen los océanos y se eleve el nivel de los mares. (8) Es probable que muchos de los efectos del calentamiento global perduren durante siglos. Con el calentamiento aumenta también el riesgo de cambios abruptos o irreversibles; (9). Los riesgos tendrán una distribución desigual y afectarán más a las comunidades más pobres; (10) Si se redujeran sustancialmente las emisiones, en las próximas décadas se atenuarán los riesgos climáticos, aumentarán las posibilidades de una adaptación eficaz, se reducirán los costos de mitigación en el largo plazo y se crearán trayectorias estabilizadoras del clima, necesarias para un desarrollo sustentable.
Como una respuesta preventiva a esas conclusiones, 186 países (con la notable ausencia de algunas potencias, entre ellas Estados Unidos y China) firmaron en el 2001 el denominado Protocolo de Kyoto. Su objetivo inicial fue inducir a los países a reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero (anhídrido carbónico, metano, óxido nitroso y compuestos cloro-fluor-carbonados entre otros) a niveles inferiores a los que tenían en 1990. Con mejores intenciones que resultados, y desgastado prematuramente por el incumplimiento de los propios países firmantes, el Protocolo cayó en el descrédito. En Diciembre del 2015 se celebró un nuevo encuentro de en París, conocido como la COP21 o Cumbre del Clima. 195 países participantes de esa Conferencia Mundial –que juntos suman más del 95 % de las emisiones globales- arribaron a un documento final para reducir el calentamiento global y sus efectos negativos sobre el planeta. Como detalle singular, en esa oportunidad no hubo objeciones de Estados Unidos y China para evitar el acuerdo, que de esta manera ha reemplazado al Protocolo de Kioto. Sienta las bases para la reducción de emisiones GEI y, más importante aún, para diseñar una economía mundial libre carbono, con mínima dependencia de los combustibles fósiles. Plantea un gran desafío para el sector energético, y abre oportunidades impensadas para la industria de las energías limpias. El texto propone limitar el aumento de la temperatura del planeta muy por debajo de 2°C con respecto a los niveles preindustriales y hacer un esfuerzo pare estabilizar el aumento de la temperatura a 1,5°C (Figura 1). Los países industrializados, responsables históricos del problema, se comprometieron a ayudar financieramente a los países más pobres para que se adapten al cambio climático. Todos los países signatarios se comprometieron a implementar planes de control mutuo bajo un mecanismo quinquenal de inventarios que permitirá evaluar progresos, aunque sin fijar porcentajes como propusieron algunos países más rigurosos.
Un pasado climático caótico
Más allá del hecho de que la Tierra se calienta a tasas preocupantes, también otros elementos aparecen en escena. Los estudios paleo-climáticos (estudio del clima antiguo) revelaron que la Tierra ha tenido en el pasado un clima muy caótico. Hasta mediados de la década de 1980, la corriente científica dominante aceptaba que el clima de la Tierra cambiaba, pero lo hacía gradualmente, en respuesta a causas naturales y a otras inducidas por el hombre. Las evidencias posteriores demostraron que en el pasado el clima había cambiado de manera más caótica y vertiginosa de lo que se creía, con saltos abruptos e inesperados.
La ciencia se planteó entonces un interrogante, “… si ocurrió en el pasado ¿por qué no podría ocurrir en el futuro?”.
El análisis de los archivos paleo-climáticos mostraron los rastros de un pasado tumultuoso. Datos surgidos del estudio minucioso de núcleos de hielo, anillos de crecimiento de árboles antiguos, sedimentos en océanos, mares y lagos, y otras fuentes de información ofrecían un testimonio incuestionable. Los núcleos o “testigos” de hielo se convirtieron en la estrella de la ciencia paleo-climática.
Se trata de largos cilindros de hielo que se extraen luego de perforar gruesas capas glaciales de los polos. Ellos contienen datos que muestran variaciones prehistóricas en la concentración de CO2, metano y otros gases con efecto invernadero. Año tras año, y siglo tras siglo, se acumulan en los polos capas de hielo que retienen burbujas de esos gases que registran, con precisión, la composición del aire al momento en que el hielo se acumuló. Las muestras, al ser analizadas, no solo proveen datos de los gases presentes, sino también, a través de la presencia de moléculas de hidrógeno y oxígeno radiactivo, permiten hacer una estimación indirecta de la temperatura atmosférica al momento en que las burbujas de aire quedaron atrapadas en la masa de hielo. Las primeras perforaciones, que comenzaron en 1980 en la base rusa de Vostok en la Antártida, permitieron extraer un cilindro de hielo de más de 2 kilómetros de longitud (Petit y otros, 1999). Mediante un proceso de datación, a partir de ese núcleo inicial se pudieron reconstruir con mucho detalle las variaciones que sufrió el clima a través de 160.000 años (Figura 2). Extracciones posteriores permitieron retrotraer la historia climática hasta 800.000 años atrás, y los científicos creen que será posible tener un registro continuo de 1.500.000 años.
Las imágenes aserradas de los gráficos muestran un clima planetario que saltó, desde cientos de miles de años atrás, de un período glacial a uno inter-glacial. Es decir, de un frío a un calor extremo. Pero una de las sorpresas más inesperadas fue el hallazgo de ciclos anidados que se repitieron, con cierta regularidad, cada 100.000, 41.000 y 26.000 años. Fue una evidencia concreta de que el clima de la Tierra se comportó caóticamente durante centenares de miles de años, pero lo hizo dentro de ciertos patrones de orden que es necesario interpretar. Fue un científico serbio llamado Milutin Milankovitch quien en 1920 teorizó que la cantidad de calor solar que recibía la tierra era el resultado de una influencia combinada de la excentricidad (ciclo de 100.000 años), la oblicuidad (ciclo de 41.000 años) y el balanceo del eje del planeta durante la rotación (ciclo de 26.000 años). Vincular esas variaciones de la órbita de la Tierra con los ciclos de glaciación que mostraban los datos provistos por los núcleos de hielo fue un hecho casi automático, disparando lo que hoy se conoce como “teoría orbital del cambio climático” (Turney, 2007). El alejamiento y acercamiento al sol explicarían el pasaje de una fase de glaciación a una de calentamiento en un ciclo que se repite indefinidamente. Si esta teoría tiene sustento, le agrega más complejidad al pensamiento dominante que indica que la tierra se calienta por simple acumulación de gases con efecto invernadero.
Los datos del paleo-clima muestran también mucha variabilidad o “ruido estadístico” cuya explicación no encaja dentro de la teoría orbital. Otros factores, imperfectamente conocidos, han disparado varias hipótesis y teorías biofísicas en las cuales intervienen tanto factores vivientes como no vivientes. Por ejemplo, los desplazamientos de masas continentales habrían bloqueado o abierto el curso a las corrientes atmosféricas y oceánicas, afectando radicalmente el clima terreno. Esto habría ocurrido con el surgimiento de las cordilleras del Himalaya y los Andes, y con la formación del istmo de Panamá, el cual habría bloqueado la circulación de las corrientes oceánicas cálidas entre el Atlántico y el Pacífico. Por otro lado, ciertos períodos de intensa actividad volcánica también explicarían algunas fases de calentamiento de la tierra debido a una enorme emisión y acumulación de gases de efecto invernadero. A estas hipótesis y teorías físicas se suman otras teorías biológicas que vinculan los cambios climáticos a la actividad de los sistemas vivientes en la Tierra. Las más populares indican que el calentamiento actual debe ser atribuido a emisiones causadas por el hombre.
Pero el problema ofrece también otras aristas que merecen atención. Según Tim Flannery (Flannery, 2006) durante los últimos 2,5 millones de años, período que coincide con la aparición de nuestro primo Homo erectus en África, la Tierra ha experimentado como mínimo 17 episodios glaciales de alta intensidad y muchos otros de intensidad menor, seguidos siempre de un calentamiento súbito. Cada cambio de fase representa una “no linealidad”, episodio que puede provocar una bifurcación abrupta de la vida en el planeta. Durante un cambio no lineal, la relación de intensidad entre causas y efectos no es proporcional; la incidencia de un pequeño factor causal puede disparar efectos exacerbados e impredecibles en las especies y los procesos biológicos. Si proyectáramos el análisis a una escala geológica de muchos miles de años, comprobaríamos que la no linealidad climática ha sido la regla y no la excepción. Esta dinámica ha ocurrido regularmente en la historia del planeta sin que sea posible atribuirlo en el pasado a una intervención humana. Una mayoría de los científicos del clima no dudan en atribuir al hombre el inédito calentamiento global de estos tiempos, pero esta sería la excepción y no la regla. Aún hoy, con las poderosas herramientas analíticas que poseemos, no resulta sencillo discernir cuánto del calentamiento actual puede atribuirse a causas humanas, y cuánto a causas naturales.
En medio de estas hipótesis, teorías y evidencias empíricas, hay fuego cruzado entre facciones opuestas que se enfrentan. De un lado, están los activistas del clima que encienden todas las luces de alarma ante una catástrofe que creen inminente; del otro, están quienes sostienen que la teoría del calentamiento global es débil y vulnerable a la crítica.
Una teoría cuestionada
No todos coinciden con la visión dominante del IPCC. Grupos de científicos escépticos cuestionan sus conclusiones bajo el argumento de que los informes del organismo solo utilizaron una parte del conocimiento científico disponible: aquel que confirma que el calentamiento del planeta está provocado inequívocamente por la voraz e insensata quema de combustibles fósiles.
Critican supuestos errores metodológicos, la debilidad de sus modelos de simulación y dudan que el calentamiento actual de la atmósfera sea de origen antrópico (Fudge et al., 2016; Gervais, 2016). Escudriñando en el pasado, (Patzelt, 2014, reportado por Glatzle, 2014) algunos estudios revelan que durante el Holoceno (por ejemplo, durante el Medioevo) ocurrieron períodos de marcado calentamiento global con niveles de anhídrido carbónico en la atmósfera mucho más bajos que los actuales. Ese argumento es utilizado para invalidar la existencia de una correlación unívoca y determinista entre la concentración de ese gas y el calentamiento atmosférico del planeta. Estas evidencias han dado un potente justificativo a varios sectores económicos para cuestionar la teoría que vincula el calentamiento global al uso de los combustibles fósiles, y a resistir los acuerdos que procuraban reducir drásticamente su consumo.
Una de las críticas más duras a la teoría dominante del calentamiento global se plasmó en un libro tan influyente como polémico que en español se tituló El Ecologista Escéptico, publicado en 2001 y traducido también a varios idiomas. Su autor, un joven académico danés (ex miembro de Greenpeace) llamado Bjorn Lomborg sostiene varias cosas: 1) no niega la existencia del calentamiento global, pero relativiza el efecto de los combustibles fósiles. Indica que las emisiones de anhídrido carbónico debidas a la quema de combustible fósiles han aumentado un 31 % desde la época pre-industrial, pero aclara que la mitad de esas emisiones son absorbidas y neutralizadas por los océanos y la vegetación. Acepta, en cambio, que la otra mitad podría potencialmente contribuir al actual calentamiento atmosférico, pero no puede estimarse aún cuál ha sido su efecto neto total; 2) considera que el clima del planeta es demasiado complejo para ser simulado a través de modelos incompletos de computación que simplemente reflejan los resultados que su constructor quiere obtener; 3) argumenta que tampoco se conocen los efectos directos e indirectos de la energía del sol sobre la temperatura del planeta; 4) cree que un incremento moderado de temperaturas no es totalmente perjudicial para la salud ni para las cosechas. En síntesis, Lomborg concluye que el calentamiento global no es ni de lejos el mayor de los problemas que debe enfrentar la comunidad mundial, y que conviene más invertir en medidas adaptativas que en reducir el uso de combustibles fósiles, ya que es todavía una fuente relativamente barata y abundante de energía.
Impactos del calentamiento global
Numerosos estudios se han ocupado de estudiar los impactos pasados y las proyecciones futuras del calentamiento global sobre el planeta (Flannery, 2006) porque pueden afectar de manera muy significativa los sistemas vivientes y la calidad de vida de los humanos.
Una síntesis de un conjunto de impactos que desvelan al hombre se presenta en la Figura 3, en la cual puede apreciarse que el calentamiento global tiene incidencia directa e indirecta sobre numerosos factores biofísicos que son parte esencial del funcionamiento de la maquinaria terrestre, como la temperatura, las precipitaciones, las superficies bajo hielo en los polos, la retracción de los glaciares de montaña y el nivel de los mares. Indirectamente, esos mismos factores influyen decisivamente sobre la biodiversidad del planeta, y sobre la expansión de enfermedades y epidemias.
Los efectos más críticos y preocupantes parecen focalizarse en tres procesos clave de la naturaleza que inciden en la vida de los humanos y animales: el ciclo hidrológico, la producción de alimentos y la provisión de energía. Agua, energía y alimentos son tres factores fuertemente interrelacionados que sostienen el funcionamiento de las sociedades modernas. Cualquiera de ellos que se torne limitativo puede generar un colapso en una sociedad organizada.
Los impactos del calentamiento global sobre el clima son variados. El aumento de la temperatura media en distintas regiones del mundo es uno de los más evidentes (NOAA-GFDL, 2010). Pero también resultan afectados los patrones de distribución geográfica de las lluvias (IPCC-COP21, 2015). Los varios
modelos que predicen el comportamiento de las temperaturas y precipitaciones futuras, indican una proyección moderada de ambas variables. Más aún, mientras en otras partes del planeta se proyectan lluvias declinantes y sequías, los modelos disponibles predicen una estabilización o leve aumento para la región agrícola argentina para fines del siglo 21 (NOAA-GFDL, 2012), pero no para regiones semiáridas y áridas. Sin embargo, hay cambios significativos que ya se detectan. Las estadísticas de precipitaciones en varias provincias del centro y noreste de Argentina entre 1950 y 2002 muestran una tendencia al aumento en la frecuencia de eventos extremos (Figura 4) representado por la cantidad de días con lluvias superiores a los 100 mm (Magrin, comunicación personal).
¿Cómo impactan sobre los rendimientos agrícolas los cambios detectados en los patrones térmicos y pluviométricos que se registran en el planeta? Un conocido trabajo de meta-análisis de datos recogidos en distintas regiones del mundo (Lobell et al., 2011) presenta resultados bastante contundentes. En general, los cambios climáticos están produciendo caídas significativas del rendimiento de cuatro cultivos principales (maíz, trigo, arroz y soja) en distintas regiones del planeta. Es probable que el aumento de temperatura contribuya a acortar el ciclo biológico de los cultivos, reduciendo el tiempo de fotosíntesis y, por lo tanto, los rendimientos. Estos autores solo detectaron muy pocas excepciones, y quizás una de las más notables ha sido el aumento de aproximadamente un 5 % de los rendimientos de la soja en Argentina (Figura 5).
Se puede inferir que esta excepción sea el resultado de variaciones menores en los patrones térmicos y pluviométricos de la región pampeana, y de su interacción con un proceso de marcada incorporación de tecnología.
Ganadería y calentamiento global
En Noviembre del 2006, publicado por Naciones Unidas y FAO (Organización para la Alimentación y la Agricultura), apareció una obra que inquietó al sector ganadero de muchos países, a una parte del mundo académico y científico, y a los propios medios de comunicación. La obra se tituló en inglés Livestock´s Long Shadow, o sea, La Larga Sombra de la Ganadería en español. Como indicaron los propios autores de la obra (Steinfeld et al., 2006), el informe evalúa el impacto del sector ganadero sobre los problemas ambientales del planeta en general, y sobre el calentamiento global en particular. Pone su foco tanto en el análisis de los problemas ambientales directos de la crianza de los animales, como en los problemas indirectos causados por la producción de los forrajes que los alimentan. Si bien los autores reconocen al sector ganadero como un jugador mayor en la creación de producto bruto doméstico y de empleo rural, y como una fuente insustituible de proteínas, también lo muestran como uno de los dos o tres mayores causantes de los problemas ambientales que abruman al planeta, en especial del calentamiento y el cambio climático global.
Los autores de la obra hacen responsable al sector ganadero del 18 % de las emisiones totales de gases de efecto invernadero, cifra que inclusive superaría a las emisiones propias de un sector tan gravitante como el del transporte.
Incluyen en esa cifra al metano que se genera por fermentación entérica, al óxido nitroso que se libera con las heces y la orina, y al anhídrido carbónico que se emite por deforestación y des-vegetación de tierras naturales. Le suman asimismo las emisiones de anhídrido carbónico debidas al cultivo de especies forrajeras, que incluyen el consumo de combustible fósiles utilizados en labranzas y cosechas, y la manufactura de los fertilizantes, plaguicidas y otros insumos agrícolas.
Un trabajo posterior de la FAO (Gerber et al., 2013), titulado Tackling climate change through livestock (Abordando el cambio climático a través del ganado), intentó morigerar la dureza del diagnóstico anterior identificando visiones alternativas y caminos de mitigación de las emisiones dentro de la propia industria ganadera. Los números de ese estudio re-calculan las cifras y muestran una reducción significativa de las emisiones atribuidas a la ganadería (de 18% a 14.5%), pero responsabilizan a los bovinos de carne y leche más de un 60 % de las emisiones totales del sector ganadero. Casi un 40 % de esas emisiones es atribuido a la producción de metano y óxido nitroso, otro 45 % a la producción y procesamiento de alimentos forrajeros. El 15 % restante corresponde a emisiones generadas a partir del almacenaje y procesamientos de heces y desechos (10%), y al transporte de productos animales (5%). América Latina y el Caribe aparecen allí como las regiones que presentan los mayores niveles globales de emisión debidos a la producción de bovinos de carne y leche. El trabajo pone énfasis ahora en señalar caminos y enfoques técnicos destinados a mitigar el nivel de emisiones. Las alternativas sugeridas incluyen, entre otras, (i) aumentar el secuestro de carbono por parte de las praderas destinadas a la producción bovina, (ii) cambiar los sistemas de alimentación, sustituyendo los forrajes fibrosos por alimentos concentrados y (iii) mejorar el procesamiento del estiércol favoreciendo el reciclado de los nutrientes en el suelo.
En términos energéticos el metabolismo del rumen es muy ineficiente porque hay grandes pérdidas de energía en forma de productos residuales tales como el anhídrido carbónico y el metano, que se eliminan sin generarle ninguna ventaja nutricional al rumiante. Pero la ineficiencia energética del rumiante es compensada por su notable adaptación biológica a ambientes marginales donde otras especies domésticas no podrían sobrevivir. Los ambientes de pradera habrían favorecido ciertas adaptaciones anatómicas y fisiológicas en animales herbívoros que incluyeron cambios en la estructura y función del sistema digestivo. Esos cambios habrían sido la génesis de un mutualismo entre el animal y los microorganismos que se hospedaban en su sistema digestivo, ventaja que representó un importante salto evolutivo al permitir a los herbívoros adaptados dominar aquellos ecosistemas ricos en pastos fibrosos (Hoffman, 1986).
En la mayor parte de las tierras semiáridas y áridas del planeta (que suman casi un 50 % de la superficie continental), en las cuales los cultivos anuales y las pasturas de calidad son inviables o inciertas, y donde dominan los pastos fibrosos de baja calidad, las únicas especies domesticadas que pueden digerir estos pastos y convertirlos en proteínas de alto valor biológico (carne y leche) son los rumiantes. El rumiante es el único eslabón vital que provee seguridad alimentaria a los humanos en esas regiones (Orskov y Viglizzo, 1994). Remover esas especies significaría condenar a las poblaciones locales a una inevitable migración forzada o a la extinción. Y con ello se eliminaría el único medio para producir dos elementos vitales de la alimentación humana: la carne y la leche. La línea argumental que plantea erradicar a los rumiantes del planeta con el fin de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, pierde significado frente a la realidad de las regiones áridas y semiáridas.
Granos y emisiones
Las evidencias empíricas demuestran que, en promedio, una hectárea de un cultivo anual convencional (por ejemplo, la soja) puede emitir entre 5 y 10 veces menos gases de efecto invernadero que una hectárea ocupada por un bovino de carne (IPCC, 2006). Sin embargo, se arguye que cuando ese cultivo se fertiliza con nitrógeno, menos del 20 % del amoníaco incorporado como fertilizante nitrogenado es aprovechado por los cultivos; el resto se disemina en el ambiente. Una parte significativa de lo que no se aprovecha se emite a la atmósfera como óxido nitroso, que es un gas que tiene una potencia invernadero casi 300 veces más alta que la del anhídrido carbónico. Por otro lado, también se critica el impacto que tiene la agricultura en países en desarrollo en los cuáles la frontera agrícola se expande a expensas de las tierras naturales ocupadas por bosques, especies leñosas, praderas y sabanas. Ese avance va ligado a una tarea intensiva de des-vegetación previa que genera una emisión inevitable de grandes cantidades de carbono bajo la forma de anhídrido carbónico y otros gases de efecto invernadero.
También los bio-combustibles caen dentro del cono de la crítica. Las razones que justifican su producción son simples: La primera razón es que pueden sustituir a los combustibles fósiles sin desventaja aparente. La segunda es que la síntesis de los mismos se basa en reutilizar el carbono atmosférico (presente en el aire), sin recurrir al carbono fósil contenido en el petróleo y sus derivados. La tercera es una consecuencia de la anterior, y es que su efecto sobre las emisiones de gases invernadero es neutro, porque el carbono que se emite es el que se había extraído previamente de la atmósfera, sin sumar nuevos flujos provenientes del carbono fósil. Pero estos argumentos son causa de mucha controversia. Por ejemplo, el reconocido científico David Pimentel, de la Universidad de Cornell (EEUU), ha demostrado en sus estudios que el bioetanol de maíz, por ejemplo, utiliza 29 % más energía fósil de la que produce (Pimentel et al., 2008). Y que el biodiesel generado a partir de la soja y del girasol requiere para su síntesis, respectivamente, 27% y 118% más energía fósil de la que pueden producir ¿Cómo realizó sus cálculos? Haciendo jugar la energía fósil utilizada para producir fertilizantes y plaguicidas, y para motorizar las actividades de labranza, cosecha, molienda, transporte, destilación y distribución del producto. Las organizaciones ecologistas enfatizan que el proceso que convierte los alimentos en carburantes es básicamente inmoral, porque mientras muchas poblaciones pobres sufren hambre, las sociedades ricas recurren a los alimentos para quemarlos como combustible. A la producción de bio-combustibles también se le objeta que sus emisiones de carbono tienen un costo que se imputa a los países oferentes pero se descarga en los países demandantes, y que favorecen la conversión de tierras naturales en tierras agrícolas y el desplazamiento de poblaciones nativas (Demirbas, 2009). Quienes defienden la producción aducen que muchas de las críticas quedarán superadas por los progresos tecnológicos, ya que existen avances significativos en genómica, biotecnología, procesos químicos e ingeniería que permitirán producir, en pocos años, un nuevo paradigma en el campo de las bio-refinerías. Por el lado de la genómica, se trabaja sobre la arquitectura de especies con alta producción de biomasa para lograr “plantas a medida”, con lo cual se logra mejorar su capacidad de fotosíntesis y la respuesta al fotoperíodo. Asimismo, se procura reducir el período de latencia, postergar la caída de las hojas y mejorar su relación biomasa aérea-biomasa subterránea.
En medio de estas discusiones, aparecieron estudios que demuestran que solamente el etanol proveniente de la caña de azúcar puede generar un balance energético favorable a los bio-combustibles, es decir, que el producto final libera más energía biológica que la consumida como energía fósil. Esta situación se da especialmente con el bio-etanol de producción brasileña. Otros autores coinciden en señalar que los bio-combustibles de segunda y tercera generación, o sea aquellos obtenidos por fermentación de residuos orgánicos (como el metano) existentes en los residuos orgánicos y basurales, tienen ventajas evidentes respecto a aquellos provenientes de los cultivos.
Quienes defienden el esquema sostienen que algunas tecnologías como la siembra directa o labranza cero revierten los efectos negativos de la agricultura sobre las emisiones de gases de efecto invernadero. La siembra directa minimiza el uso de combustible fósil en labranzas y contribuye a reducir las emisiones. No obstante, otros científicos sostienen que este método de labranza aumenta las emisiones de óxido nitroso, lo cual contrarresta la ventaja de usar menos combustibles de origen fósil. Otros críticos de la agricultura sostienen que la menor emisión de gases invernadero es relativa, ya que se contrarrestada por un mayor uso de plaguicidas y fertilizantes cuya manufactura impuso, en una etapa previa, una alta emisión debida a un consumo significativo de energía fósil.
Los números de la discordia
Como las estadísticas de emisión de gases de efecto invernadero de los países pueden ser “manipuladas” para representar realidades diferentes, es necesario prestar atención a lo que las mismas indican. Una forma habitual de presentar las emisiones anuales de distintos países es expresarlas en términos de kg de equivalente CO2 por habitante. Si bien es legítimo hacerlo de esta manera, es necesario tener en cuenta que aquellos países que tienen una densidad demográfica más alta resultan beneficiados, independientemente de la cantidad bruta de emisiones generadas. Esto es resultado de dividir las emisiones totales por la cantidad de habitantes de los países evaluados. En el gráfico superior de la Figura 6 se puede apreciar que algunos países sudamericanos como Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay presentan, en promedio, emisiones per capita superiores a las de países o regiones que son considerados fuertes emisores de gases de efecto invernadero, como China, India y la Unión Europea. Sin duda, esta es una forma sesgada de representar la realidad. Cuando esos mismos números son divididos por el número de hectáreas que poseen cada uno de esos países, la representación de las emisiones adquiere características muy distintas. En el gráfico inferior de la Figura 6, se puede apreciar que al valorar esas emisiones por unidad de superficie, los valores que muestran los cuatro países del Cono Sur de Sudamérica son significativamente más bajos, hasta cuatro y cinco veces menores que los de China, India y Unión Europea. Esto merece especial consideración cuando lo que está en juego son negociaciones internacionales que pueden afectar los intereses internos de los países. En una negociación entre países donde se juegan intereses comerciales o de otro tipo, no es lo mismo aceptar que Argentina sea evaluada en términos de emisiones per capita, que hacerlo en términos de emisiones totales o emisiones por hectárea. Las estadísticas manipuladas de manera inconveniente pueden acarrear resultados indeseables.
Replanteando el rol de los suelos
La erosión ha sido el problema histórico de los suelos, y ha sido causa de preocupación persistente en varias generaciones de científicos de la ciencia del suelo. No podemos ignorar que los suelos han estado y están sometidos a presiones antrópicas directas e indirectas que han sido causa de erosión, pero que también van más allá de la erosión. Hoy percibimos impactos no previstos ni considerados décadas atrás. En respuesta a la gran expansión demográfica de los humanos, problemas tales como la seguridad alimentaria, la seguridad ecológica y ambiental, la seguridad hídrica, la seguridad energética y la seguridad climática se han colado e instalado en el centro de la escena. En ese contexto, el suelo deja de ser un simple proveedor de nutrientes y agua para las plantas, y pasa a ser una fuente de provisión de servicios ecosistémicos esenciales. Además de alimentos, fibras, bioenergías y materias primas, hoy se mira al suelo como un proveedor de otros servicios como el secuestro de carbono, el control del clima, la regulación de los flujos de agua, la provisión de hábitat, el ciclado de nutrientes, etc. Un rol ampliado exige abordar un entramado complejo de interacciones entre el suelo, el agua (superficial y subterránea) y la biomasa de las plantas y microorganismos. Los cambios en el uso y cobertura de las tierras, o sea, el pasaje de bosques y pastizales a pasturas y cultivos, implican la remoción de grandes volúmenes de biomasa que cambian la estructura y la funcionalidad del ecosistema y del propio suelo, por encima y debajo de su superficie. Es así que los suelos no son considerados, como antes, un componente aislado del ecosistema (Smith et al., 2016), sino como un centro en si mismo donde convergen interacciones esenciales para la vida.
El carbono y nitrógeno adquieren hoy particular relevancia en los suelos, por ser éste una fuente de emisión de gases de efecto invernadero, como un sumidero que secuestra parte del anhídrido carbónico que se acumula en la atmósfera y calienta el planeta. Sabemos ahora que los suelos constituyen la principal reserva terrestre de carbono orgánico, la cual es tres veces mayor que la cantidad de carbono total que hay en la atmósfera, y 240 veces mayor que las emisiones de carbono fósil que se emiten anualmente en el planeta. Paustian et al. (2016) nos hablan hoy de hacer un manejo “climáticamente inteligente” de los suelos.
Las investigaciones emergentes y los desarrollos en la tecnología de la información como el uso de modelos de simulación y el análisis de grandes bases de datos (big data analysis) permiten considerar a los suelos como un componente clave en las futuras políticas de mitigación del cambio climático. Se considera que los suelos contribuyen aproximadamente con un 37 % de las emisiones agrícolas de gases de efecto invernadero, principalmente bajo la forma de metano y óxido nitroso. En ese sentido, un suelo manejado de manera “climáticamente inteligente” es aquel que, sometido a prácticas agronómicas precisas, permite modular los ciclos del carbono y del nitrógeno de manera que entre ambos se genere una sinergia que favorezca al clima global. En términos más sencillos, implica controlar el balance de gases invernadero de manera que la captura (secuestro) exceda a las emisiones. La implementación supone generalizar prácticas conocidas como la incorporación de residuos vegetales, residuos vegetales carbonizados mediante el fuego (carbón vegetal), estiércol y otros desechos orgánicos como una vía para contrarrestar las emisiones debidas a la deforestación y des-vegetación, a la producción agrícola y ganadera, y a la propia descomposición de la materia orgánica. Por lo tanto, la clave está en incrementar la fijación de carbono, reducir sus pérdidas, o combinar ambas a la vez. Varias tecnologías muy conocidas, como las labranzas conservacionistas, la incorporación de especies con un sistema robusto de raíces, o los cultivos de cobertura, mejoran el resultado de esa ecuación. La sinergia entre carbono y nitrógeno permite no solamente incrementar la fertilidad y la productividad de los suelos, sino también aumentar su diversidad biológica, reducir el escurrimiento de agua y la erosión, minimizar la contaminación, y actuar como un filtro moderador de los efectos del cambio climático.
Un concepto poco explorado en la ciencia agraria tradicional es que los suelos de bosques y pastizales naturales tienen gran parte de su biomasa acumulada en la zona de las raíces, es decir, debajo de la superficie. Es así que los ecosistemas nativos poco perturbados por el hombre poseen stocks de carbono subterráneo mucho mayores que los ecosistemas agrícolas, lo cual indica que los suelos tienen un potencial muy alto, y poco conocido, de secuestro de carbono.
Asimismo, las evidencias científicas (IPCC, 2006) indican que los pastizales pueden acumular debajo del suelo más carbono que el acumulado en la biomasa aéreo, y este stock subterráneo tiende a ser más importante en las regiones marginales, como en las praderas y estepas semiáridas y áridas, y en las tundras. Esta estratificación es producto de una estrategia natural de los ecosistemas de pastizal que buscan garantizar su supervivencia evitando exponer sus valiosas reservas de carbono en la fracción más lábil a los rigores del clima, como es su biomasa aérea.
Conservar o regenerar esos stocks naturales es parte de un nuevo desafío científico, ya que los mismos son una potente alternativa para mitigar emisiones. La rehabilitación y restauración de las tierras marginales, muchas de ellas degradadas a través de los años, puede lograrse mediante la reintroducción de bosques y pasturas. Los suelos se convierten entonces en el centro focal de una cosmovisión novedosa de la agricultura que ha dado en llamarse “intensificación sustentable”. Consiste, esencialmente, en mantener o aumentar los rendimientos agrícolas de las tierras más productivas, liberando otras tierras con la finalidad de reconstruir una reserva de carbono y regenerar una nueva fuente de servicios ecosistémicos. Pero así como los suelos pueden actuar como sumideros de carbono, no poseen una capacidad demostrada para capturar y secuestrar metano y óxido nitroso, dos potentes gases con efecto invernadero que se suman al anhídrido carbónico. En esos casos, la clave no está en intentar capturar y secuestrar esos gases, sino en reducir su emisión a través, por ejemplo, del agregado de aditivos que inhiban bioquímicamente su generación.
La cadena agro-industrial: un escalón que agrega complejidad
Un problema generalizado en muchos productores rurales y asesores agronómicos es asumir que la producción agropecuaria comienza y culmina en el potrero o en la tranquera del establecimiento rural. En realidad, este eslabón es el primero dentro de una cadena que puede ser corta o larga de acuerdo a la trayectoria que sigue el proceso como un todo y que lleva al consumo final del producto. En la práctica, existen varios eslabones intermedios a través de los cuales se transporta, transforma y distribuye el producto hasta que, una vez consumido, llega en forma de residuo o desecho al basural de un municipio. Es ahí donde termina el ciclo de vida de un producto que se inició en el potrero o parcela de un campo.
En ese largo camino que va del potrero al basural ocurren muchas cosas. El producto primario (grano, carne, leche) es manipulado a través de eslabones que incluyen el transporte desde el campo hasta el lugar de concentración, el acondicionamiento y almacenaje del commodity, su fraccionamiento y procesamiento industrial, el embalaje o “packaging” del producto ya procesado, el transporte a centros de distribución mayorista, la clasificación y distribución minorista, la colocación en góndolas de supermercados y almacenes, la compra y transporte doméstico, el consumo comercial o familiar, el acondicionamiento de los residuos y su posterior transporte a los sitios de deposición final. En la jerga industrial, a esos pasos se los simplifica diciendo que un producto se mueve “desde la cuna hasta la sepultura”.
Es allí donde tiene cabida el concepto de “huella ecológica”. La noción de Huella Ecológica surgió a comienzos de la década de 1960 a partir de estudios pioneros (Wackernagel et al., 2002) en países desarrollados que tomaron nota de una aceleración del crecimiento económico, y un aumento paralelo del consumo per capita y del uso de recursos naturales.
La Huella de Carbono es un componente importante de la Huella Ecológica total. Las estimaciones globales indican que la Huella Ecológica total de la humanidad (y naturalmente, la propia Huella de Carbono) no han dejado de crecer durante los últimos 40-50 años (Brown y Kane, 1994). La Huella de Carbono ha tomado considerable importancia a comienzos del siglo 21, cuando la sociedad global se percata de que las emisiones de gases de efecto invernadero provocadas por el hombre tienen un impacto directo sobre el calentamiento global que sufre el planeta (IPCC, 2007).
La Huella de Carbono es una medida (intangible al ojo humano) que procura cuantificar la cantidad de gases de efecto invernadero liberada a la atmósfera por los humanos. Comprende todas las actividades y procesos que integran el ciclo de vida de un producto o servicio, desde las materias primas utilizadas hasta el desecho final como residuo. De esta manera se busca informar al consumidor acerca de la contribución que los mismos hacen al calentamiento global del planeta. Es el componente que crece más rápidamente y genera mayor preocupación por sus efectos sobre el cambio climático.
La Huella de Carbono varía notablemente en función del desarrollo relativo alcanzado por países y regiones del mundo. Charles et al. (2010) han detectado diferencias significativas entre las economías desarrolladas y las economías en desarrollo. Como patrón general, mientras la emisión de carbono en las economías desarrolladas se concentra en el último eslabón de la cadena (abundantes desechos resultantes del consumo doméstico), en las economías en desarrollo se concentra en los eslabones de la producción primaria, el transporte y procesamiento de los alimentos. Esta asimetría define el perfil definidamente consumista de las sociedades desarrolladas, y el perfil de baja eficiencia (debido a pérdidas en la cosecha, transporte y procesamiento) de las sociedades menos desarrolladas.
Principalmente en los países desarrollados, el problema de las huellas ambientales se evalúa dentro de un marco general denominado Análisis del Ciclo de Vida (ACV) de un producto, de un proceso o de un servicio. La noción de ACV no es nueva (Papendiek, 2010). Se originó casi simultáneamente en Estados Unidos y Europa durante la década de 1960. ¿En qué punto estamos? Hoy se tiende a la estandarización de métodos que puedan ser aplicados en todo el mundo. La valoración del ciclo de vida del carbono está regida todavía por criterios bastantes caóticos que dependen de los métodos aplicados. Los “contadores” de carbono permiten en cierto sentido manipular los números de manera que quien opera el sistema goza de una ventaja. Buena parte de la valoración de huellas en empresas está a cargo de auditoras y certificadoras privadas que aplican procedimientos que, en muchos casos, admiten críticas.
Pese a ello, existen esfuerzos destinados a poner en caja y conferir objetividad a valoraciones que parecen tener una carga de subjetividad potencialmente elevada. Los avances más significativos se han producido en la industria agro-forestal, en las cadenas de la soja y el girasol, y en los biocombustibles (principalmente biodiesel de soja), que tienen gravitación económica en el mercado mundial.
Es probable que en un futuro no lejano se incluyan a la agricultura, la ganadería y la agro-industria como sectores de la economía que deban reducir su Huella de Carbono, ya que sus emisiones de metano y óxido nitroso representan entre el 25% y el 30% de las emisiones globales. Esto no favorece a los países en desarrollo que exportan productos agropecuarios, ya que en general el sector rural genera en esos países más de la mitad de las emisiones nacionales. El no cumplimiento de compromisos pactados los expone a presiones internacionales crecientes y a eventuales sanciones comerciales. Un peligro concreto que emana de estas sanciones es que ellas sean utilizadas por terceros países para justificar políticas de proteccionismo comercial. El amplio abanico de herramientas y normas voluntarias (por ejemplo: eco-etiquetado en la Unión Europea) tendrán una notable incidencia en el mercado global. Impulsada por una creciente sensibilidad ambiental de las sociedades desarrolladas, ya no cabe duda que la legislación internacional aumentará las exigencias de contralor ambiental sobre las empresas exportadoras. Pero la presión también provendrá de la competencia ejercida por las empresas ambientalmente pro-activas, o sea aquellas que tratarán de aprovechar las oportunidades comerciales emergentes y obtener ventajas de posicionamiento en el mercado global (Jan, 2009).
El agro argentino frente al desafío climático
La Cumbre Mundial del Clima (COP21) realizada en París a fines del 2015 nos planteó un dilema: los países deben detener el calentamiento global si quieren evitar una catástrofe climática de escala global. La consigna es mantener la temperatura media del planeta 1.5 °C por encima de los registros pre- industriales, y si aceptamos la visión dominante planteada por el IPCC, no hay otro camino que reducir las emisiones de carbono. Asimismo se acordó que tal esfuerzo no debe afectar la producción mundial de alimentos, lo cual ha sido una buena noticia para las economías en desarrollo productoras de alimentos.
Varios países se comprometieron a reducir de 30 a 40% sus emisiones al 2030. Argentina fue a París con el compromiso de reducir las emisiones un 15 % las emisiones respecto al nivel que tendríamos en el 2030 si continuáramos emitiendo a las tasas actuales. Debemos ser conscientes que por tamaño y diversidad territorial, la Argentina tiene un potencial de mitigación mucho más alto que otros países. Un compromiso mayor de nuestra parte favorecería nuestra reinserción en el mundo y nos alejaría del riesgo de una eventual penalización comercial.
Pero antes es necesario contextualizar el problema: el sector rural argentino emite solamente el 0.44 % de las emisiones globales (Inventario GEI República Argentina, 2012) pero por otro lado provee, grosso modo, un 24 % y un 15 % respectivamente de los granos y carnes que se comercializan en el mundo.
Reducir la producción de alimentos, y su provisión al mercado internacional, para mitigar las emisiones suena descabellado. Hay que buscar opciones. Los inventarios oficiales de la Argentina indican que el 50% de las emisiones provienen del sector rural. La deforestación/des-vegetación de tierras naturales, la ganadería y la agricultura aparecen como responsables, pero la deforestación explica la mayor parte de ellas.
Sin duda, de manera voluntaria o involuntaria, la ganadería también sus culpas. Como señalamos antes, casi un 40 % de las emisiones del sector agropecuario argentino es atribuido a la producción de metano y óxido nitroso, producto del metabolismo digestivo de los rumiantes incorporados a los sistemas de producción. El 80 % de las emisiones de los rumiantes corresponde al metano (Figura 8). En términos comparativos, un modelo de ganadería extensiva con una carga animal de un equivalente vaca/ha/año, emite en promedio 5 a 10 veces más carbono que una hectárea de soja. Pero por otro lado, una hectárea de maíz de alto rendimiento, en siembra directa, puede capturar a través de su biomasa suficiente carbono para neutralizar las emisiones de la soja. De esta manera, si la soja y el maíz son alternadas en una hectárea de cultivo, es posible generar un balance equilibrado de emisiones entre ambos cultivos. Solo se requiere alcanzar una rotación equilibrada (1 a 1) que compense las emisiones de un cultivo con el secuestro de carbono del otro cultivo. Cómo hacer para neutralizar las emisiones de la ganadería es la otra parte de la historia.
Si imaginamos un sistema hidráulico regulado por válvulas que permiten orientar el flujo de carbono en una dirección u otra, podemos admitir que nuestro sector rural puede accionar las válvulas para actuar como fuente que emite carbono, o como sumidero que lo captura. Encontrar un sistema de válvulas de emisión y captura no es posible en otros sectores de la economía como la industria o el transporte, que pueden emitir pero no secuestrar carbono. La clave está en los balances que puede manejar el sector agropecuario. Se reducirán las emisiones si el sumidero supera a la fuente emisora de carbono. Hoy en Argentina ocurre lo contrario.
¿Cómo accionar las válvulas para emitir menos? El sector rural argentino logró en las últimas dos décadas una adopción masiva de la siembra directa, lo cual permitió economizar grandes cantidades de combustible fósil. Sin embargo, hay dos cuentas pendientes para mitigar emisiones: la deforestación y la ganadería. Reducir la deforestación es el camino más directo para mitigar, ya que explica más del 40 % de las emisiones del sector rural. Poco se puede hacer para modificar el metabolismo de los rumiantes (bovinos y ovinos) ya que el sistema digestivo de estas especies genera emisiones inevitables que hoy son una constante fisiológica inmodificable. Pero sí se pueden encontrar otros mecanismos que capturen parcial o totalmente las emisiones ganaderas. ¿Cómo lograrlo? En este caso se trata de abrir las válvulas que permita llenar nuestros “silos de carbono” ¿Cuáles “silos”? Los árboles en crecimiento, los cultivos y las pasturas. La forestación es la opción más efectiva, pero también pueden hacer aportes muy significativos los cultivos de gramíneas (maíz, sorgo, trigo) y las pasturas asociadas a gramíneas perennes. En proporciones distintas, esos tres componentes combinados pueden almacenar grandes cantidades de carbono tanto en la biomasa como en el suelo.
En síntesis ¿cuál sería una política inteligente para descarbonizar el sector rural argentino? Cerrar tanto como sea posible las válvulas de emisión, y abrir las de captura de carbono. Si se llegara al 2030 con las mismas emisiones de hoy, pero si al mismo tiempo se redujeran las tasas de deforestación en un 50 %, y se forestara un 0.5 % extra de la superficie de Argentina, que se sumaría a lo ya forestado, el sector rural podría reducir entre 30 y 40 % sus emisiones, cifra similar a la comprometida por varios países en la COP21. Si en cambio se superara ese límite, y se lograra una superficie forestada del 3 % del territorio nacional, sería posible generar una economía agropecuaria carbono neutra, es decir que el sector rural podría secuestrar integralmente el carbono que hoy es emitido en los distintos procesos productivos (Figura 9). Dentro de ese
esquema, es necesario aclarar que no se incluyen en este cálculo las emisiones que genera el sector agro-industrial.
Para lograr tal objetivo es necesario implementar una política activa que promueva estos cambios mediante estímulos financieros, y es seguramente el Litoral Argentino la región forestal llamada a jugar un papel estratégico para enfrentar el desafío.
Referencias
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Ing. Agr. Ernesto Viglizzo <eviglizzo@gmail.com>
Teoría del cambio climático y respuesta global.
En 1896 Svante Arrhenius, un reconocido científico sueco, dudaba si debía o no comunicar una teoría novedosa que había bosquejado. Al estudiar, junto a Thomas Chamberlin, los efectos de algunos gases atmosféricos sobre los procesos de hielo y deshielo en la Tierra, había encontrado una correlación positiva entre la concentración de dióxido de carbono (CO2) y la temperatura de la atmósfera terrena. Su conclusión fue que la quema de combustibles fósiles derivados del carbón y del petróleo había elevado la concentración de CO2 en la atmósfera y provocado un aumento en la temperatura del planeta. Esta teoría permaneció casi olvidada hasta el siglo siguiente, pero a los registros térmicos de varias estaciones meteorológicas en el hemisferio norte confirmaron, a mediados de la década de 1980, un ascenso preocupante de la temperatura media de la atmósfera, y para muchos científicos la teoría del efecto invernadero de Arrhenius se tornó creíble. El mundo académico, el ecologismo y los medios masivos de comunicación encendieron luces de alarma, y la propia opinión pública se preocupó rápidamente. A través del Programa Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) y la Organización Meteorológica Mundial (OMM) se creó el Panel Inter-gubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC), que es reconocido como el grupo de cooperación científica de referencia con mayor autoridad para expedirse en ese tema. Varias centenas de científicos y técnicos de todo el mundo colaboran hoy con esta organización y producen informes periódicos que actualizan y difunden avances en ese campo de la ciencia del clima, analizan modelos y predicen el impacto del calentamiento global sobre los sistemas climático, oceánico, económico, ecológico, alimentario y sanitario.
Sucesivos informes del IPCC ratificaron que el efecto invernadero podía ser atribuido, con alta probabilidad de certeza, a las emisiones de anhídrido carbónico y otros gases emitidos por el hombre. Los informes más recientes de esta organización ofrecen 10 conclusiones que surgen de sus informes anteriores: (1) La influencia del hombre sobre el sistema climático de la Tierra es clara y las últimas emisiones antropogénicas (de origen humano) de gases de efecto invernadero (GEI) son las más altas de la historia; (2) Desde el año 1850, cada década fue más cálida que la anterior. El calentamiento del sistema climático es inequívoco y muchos de los cambios observados desde la década de 1950 no tienen precedentes en el último milenio. Este cambio explica el aumento de la temperatura de la atmósfera y de los océanos, la reducción de la superficie de hielos y el ascenso del nivel del mar; (3) Las emisiones GEI alcanzaron un máximo desde el comienzo de la era industrial debido en gran parte al aumento de la población y el crecimiento de la economía. Hoy se registran las mayores concentraciones de dióxido de carbono (CO2), metano (CH4) y óxido nitroso (N2O) de los últimos 800.000 años; (4) Los efectos de las emisiones de GEI sobre el calentamiento global se prolongarán más allá del siglo 21; (5) Desde la década de 1950 se registró un aumento de eventos extremos del tiempo y del clima: una disminución de las temperaturas frías extremas, un aumento de las temperaturas cálidas extremas, un incremento del nivel medio de los mares y un aumento en la proporción de precipitaciones torrenciales en varias regiones del planeta; (6) Aumentará la probabilidad de consecuencias graves, generalizadas e irreversibles tanto para el hombre como para los ecosistemas. Para reducir esos riesgos es imprescindible reducir drásticamente las emisiones GEI y promover políticas locales que reduzcan la vulnerabilidad y favorezcan la adaptación al cambio climático; (7) Aumenta la probabilidad de que se produzcan prolongadas olas de calor, que las lluvias se tornen más intensas y frecuentes en muchas regiones, que se calienten y acidifiquen los océanos y se eleve el nivel de los mares. (8) Es probable que muchos de los efectos del calentamiento global perduren durante siglos. Con el calentamiento aumenta también el riesgo de cambios abruptos o irreversibles; (9). Los riesgos tendrán una distribución desigual y afectarán más a las comunidades más pobres; (10) Si se redujeran sustancialmente las emisiones, en las próximas décadas se atenuarán los riesgos climáticos, aumentarán las posibilidades de una adaptación eficaz, se reducirán los costos de mitigación en el largo plazo y se crearán trayectorias estabilizadoras del clima, necesarias para un desarrollo sustentable.
Como una respuesta preventiva a esas conclusiones, 186 países (con la notable ausencia de algunas potencias, entre ellas Estados Unidos y China) firmaron en el 2001 el denominado Protocolo de Kyoto. Su objetivo inicial fue inducir a los países a reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero (anhídrido carbónico, metano, óxido nitroso y compuestos cloro-fluor-carbonados entre otros) a niveles inferiores a los que tenían en 1990. Con mejores intenciones que resultados, y desgastado prematuramente por el incumplimiento de los propios países firmantes, el Protocolo cayó en el descrédito. En Diciembre del 2015 se celebró un nuevo encuentro de en París, conocido como la COP21 o Cumbre del Clima. 195 países participantes de esa Conferencia Mundial –que juntos suman más del 95 % de las emisiones globales- arribaron a un documento final para reducir el calentamiento global y sus efectos negativos sobre el planeta. Como detalle singular, en esa oportunidad no hubo objeciones de Estados Unidos y China para evitar el acuerdo, que de esta manera ha reemplazado al Protocolo de Kioto. Sienta las bases para la reducción de emisiones GEI y, más importante aún, para diseñar una economía mundial libre carbono, con mínima dependencia de los combustibles fósiles. Plantea un gran desafío para el sector energético, y abre oportunidades impensadas para la industria de las energías limpias. El texto propone limitar el aumento de la temperatura del planeta muy por debajo de 2°C con respecto a los niveles preindustriales y hacer un esfuerzo pare estabilizar el aumento de la temperatura a 1,5°C (Figura 1). Los países industrializados, responsables históricos del problema, se comprometieron a ayudar financieramente a los países más pobres para que se adapten al cambio climático. Todos los países signatarios se comprometieron a implementar planes de control mutuo bajo un mecanismo quinquenal de inventarios que permitirá evaluar progresos, aunque sin fijar porcentajes como propusieron algunos países más rigurosos.
Un pasado climático caótico
Más allá del hecho de que la Tierra se calienta a tasas preocupantes, también otros elementos aparecen en escena. Los estudios paleo-climáticos (estudio del clima antiguo) revelaron que la Tierra ha tenido en el pasado un clima muy caótico. Hasta mediados de la década de 1980, la corriente científica dominante aceptaba que el clima de la Tierra cambiaba, pero lo hacía gradualmente, en respuesta a causas naturales y a otras inducidas por el hombre. Las evidencias posteriores demostraron que en el pasado el clima había cambiado de manera más caótica y vertiginosa de lo que se creía, con saltos abruptos e inesperados.
La ciencia se planteó entonces un interrogante, “… si ocurrió en el pasado ¿por qué no podría ocurrir en el futuro?”.
El análisis de los archivos paleo-climáticos mostraron los rastros de un pasado tumultuoso. Datos surgidos del estudio minucioso de núcleos de hielo, anillos de crecimiento de árboles antiguos, sedimentos en océanos, mares y lagos, y otras fuentes de información ofrecían un testimonio incuestionable. Los núcleos o “testigos” de hielo se convirtieron en la estrella de la ciencia paleo-climática.
Se trata de largos cilindros de hielo que se extraen luego de perforar gruesas capas glaciales de los polos. Ellos contienen datos que muestran variaciones prehistóricas en la concentración de CO2, metano y otros gases con efecto invernadero. Año tras año, y siglo tras siglo, se acumulan en los polos capas de hielo que retienen burbujas de esos gases que registran, con precisión, la composición del aire al momento en que el hielo se acumuló. Las muestras, al ser analizadas, no solo proveen datos de los gases presentes, sino también, a través de la presencia de moléculas de hidrógeno y oxígeno radiactivo, permiten hacer una estimación indirecta de la temperatura atmosférica al momento en que las burbujas de aire quedaron atrapadas en la masa de hielo. Las primeras perforaciones, que comenzaron en 1980 en la base rusa de Vostok en la Antártida, permitieron extraer un cilindro de hielo de más de 2 kilómetros de longitud (Petit y otros, 1999). Mediante un proceso de datación, a partir de ese núcleo inicial se pudieron reconstruir con mucho detalle las variaciones que sufrió el clima a través de 160.000 años (Figura 2). Extracciones posteriores permitieron retrotraer la historia climática hasta 800.000 años atrás, y los científicos creen que será posible tener un registro continuo de 1.500.000 años.
Las imágenes aserradas de los gráficos muestran un clima planetario que saltó, desde cientos de miles de años atrás, de un período glacial a uno inter-glacial. Es decir, de un frío a un calor extremo. Pero una de las sorpresas más inesperadas fue el hallazgo de ciclos anidados que se repitieron, con cierta regularidad, cada 100.000, 41.000 y 26.000 años. Fue una evidencia concreta de que el clima de la Tierra se comportó caóticamente durante centenares de miles de años, pero lo hizo dentro de ciertos patrones de orden que es necesario interpretar. Fue un científico serbio llamado Milutin Milankovitch quien en 1920 teorizó que la cantidad de calor solar que recibía la tierra era el resultado de una influencia combinada de la excentricidad (ciclo de 100.000 años), la oblicuidad (ciclo de 41.000 años) y el balanceo del eje del planeta durante la rotación (ciclo de 26.000 años). Vincular esas variaciones de la órbita de la Tierra con los ciclos de glaciación que mostraban los datos provistos por los núcleos de hielo fue un hecho casi automático, disparando lo que hoy se conoce como “teoría orbital del cambio climático” (Turney, 2007). El alejamiento y acercamiento al sol explicarían el pasaje de una fase de glaciación a una de calentamiento en un ciclo que se repite indefinidamente. Si esta teoría tiene sustento, le agrega más complejidad al pensamiento dominante que indica que la tierra se calienta por simple acumulación de gases con efecto invernadero.
Los datos del paleo-clima muestran también mucha variabilidad o “ruido estadístico” cuya explicación no encaja dentro de la teoría orbital. Otros factores, imperfectamente conocidos, han disparado varias hipótesis y teorías biofísicas en las cuales intervienen tanto factores vivientes como no vivientes. Por ejemplo, los desplazamientos de masas continentales habrían bloqueado o abierto el curso a las corrientes atmosféricas y oceánicas, afectando radicalmente el clima terreno. Esto habría ocurrido con el surgimiento de las cordilleras del Himalaya y los Andes, y con la formación del istmo de Panamá, el cual habría bloqueado la circulación de las corrientes oceánicas cálidas entre el Atlántico y el Pacífico. Por otro lado, ciertos períodos de intensa actividad volcánica también explicarían algunas fases de calentamiento de la tierra debido a una enorme emisión y acumulación de gases de efecto invernadero. A estas hipótesis y teorías físicas se suman otras teorías biológicas que vinculan los cambios climáticos a la actividad de los sistemas vivientes en la Tierra. Las más populares indican que el calentamiento actual debe ser atribuido a emisiones causadas por el hombre.
Pero el problema ofrece también otras aristas que merecen atención. Según Tim Flannery (Flannery, 2006) durante los últimos 2,5 millones de años, período que coincide con la aparición de nuestro primo Homo erectus en África, la Tierra ha experimentado como mínimo 17 episodios glaciales de alta intensidad y muchos otros de intensidad menor, seguidos siempre de un calentamiento súbito. Cada cambio de fase representa una “no linealidad”, episodio que puede provocar una bifurcación abrupta de la vida en el planeta. Durante un cambio no lineal, la relación de intensidad entre causas y efectos no es proporcional; la incidencia de un pequeño factor causal puede disparar efectos exacerbados e impredecibles en las especies y los procesos biológicos. Si proyectáramos el análisis a una escala geológica de muchos miles de años, comprobaríamos que la no linealidad climática ha sido la regla y no la excepción. Esta dinámica ha ocurrido regularmente en la historia del planeta sin que sea posible atribuirlo en el pasado a una intervención humana. Una mayoría de los científicos del clima no dudan en atribuir al hombre el inédito calentamiento global de estos tiempos, pero esta sería la excepción y no la regla. Aún hoy, con las poderosas herramientas analíticas que poseemos, no resulta sencillo discernir cuánto del calentamiento actual puede atribuirse a causas humanas, y cuánto a causas naturales.
En medio de estas hipótesis, teorías y evidencias empíricas, hay fuego cruzado entre facciones opuestas que se enfrentan. De un lado, están los activistas del clima que encienden todas las luces de alarma ante una catástrofe que creen inminente; del otro, están quienes sostienen que la teoría del calentamiento global es débil y vulnerable a la crítica.
Una teoría cuestionada
No todos coinciden con la visión dominante del IPCC. Grupos de científicos escépticos cuestionan sus conclusiones bajo el argumento de que los informes del organismo solo utilizaron una parte del conocimiento científico disponible: aquel que confirma que el calentamiento del planeta está provocado inequívocamente por la voraz e insensata quema de combustibles fósiles.
Critican supuestos errores metodológicos, la debilidad de sus modelos de simulación y dudan que el calentamiento actual de la atmósfera sea de origen antrópico (Fudge et al., 2016; Gervais, 2016). Escudriñando en el pasado, (Patzelt, 2014, reportado por Glatzle, 2014) algunos estudios revelan que durante el Holoceno (por ejemplo, durante el Medioevo) ocurrieron períodos de marcado calentamiento global con niveles de anhídrido carbónico en la atmósfera mucho más bajos que los actuales. Ese argumento es utilizado para invalidar la existencia de una correlación unívoca y determinista entre la concentración de ese gas y el calentamiento atmosférico del planeta. Estas evidencias han dado un potente justificativo a varios sectores económicos para cuestionar la teoría que vincula el calentamiento global al uso de los combustibles fósiles, y a resistir los acuerdos que procuraban reducir drásticamente su consumo.
Una de las críticas más duras a la teoría dominante del calentamiento global se plasmó en un libro tan influyente como polémico que en español se tituló El Ecologista Escéptico, publicado en 2001 y traducido también a varios idiomas. Su autor, un joven académico danés (ex miembro de Greenpeace) llamado Bjorn Lomborg sostiene varias cosas: 1) no niega la existencia del calentamiento global, pero relativiza el efecto de los combustibles fósiles. Indica que las emisiones de anhídrido carbónico debidas a la quema de combustible fósiles han aumentado un 31 % desde la época pre-industrial, pero aclara que la mitad de esas emisiones son absorbidas y neutralizadas por los océanos y la vegetación. Acepta, en cambio, que la otra mitad podría potencialmente contribuir al actual calentamiento atmosférico, pero no puede estimarse aún cuál ha sido su efecto neto total; 2) considera que el clima del planeta es demasiado complejo para ser simulado a través de modelos incompletos de computación que simplemente reflejan los resultados que su constructor quiere obtener; 3) argumenta que tampoco se conocen los efectos directos e indirectos de la energía del sol sobre la temperatura del planeta; 4) cree que un incremento moderado de temperaturas no es totalmente perjudicial para la salud ni para las cosechas. En síntesis, Lomborg concluye que el calentamiento global no es ni de lejos el mayor de los problemas que debe enfrentar la comunidad mundial, y que conviene más invertir en medidas adaptativas que en reducir el uso de combustibles fósiles, ya que es todavía una fuente relativamente barata y abundante de energía.
Impactos del calentamiento global
Numerosos estudios se han ocupado de estudiar los impactos pasados y las proyecciones futuras del calentamiento global sobre el planeta (Flannery, 2006) porque pueden afectar de manera muy significativa los sistemas vivientes y la calidad de vida de los humanos.
Una síntesis de un conjunto de impactos que desvelan al hombre se presenta en la Figura 3, en la cual puede apreciarse que el calentamiento global tiene incidencia directa e indirecta sobre numerosos factores biofísicos que son parte esencial del funcionamiento de la maquinaria terrestre, como la temperatura, las precipitaciones, las superficies bajo hielo en los polos, la retracción de los glaciares de montaña y el nivel de los mares. Indirectamente, esos mismos factores influyen decisivamente sobre la biodiversidad del planeta, y sobre la expansión de enfermedades y epidemias.
Los efectos más críticos y preocupantes parecen focalizarse en tres procesos clave de la naturaleza que inciden en la vida de los humanos y animales: el ciclo hidrológico, la producción de alimentos y la provisión de energía. Agua, energía y alimentos son tres factores fuertemente interrelacionados que sostienen el funcionamiento de las sociedades modernas. Cualquiera de ellos que se torne limitativo puede generar un colapso en una sociedad organizada.
Los impactos del calentamiento global sobre el clima son variados. El aumento de la temperatura media en distintas regiones del mundo es uno de los más evidentes (NOAA-GFDL, 2010). Pero también resultan afectados los patrones de distribución geográfica de las lluvias (IPCC-COP21, 2015). Los varios
modelos que predicen el comportamiento de las temperaturas y precipitaciones futuras, indican una proyección moderada de ambas variables. Más aún, mientras en otras partes del planeta se proyectan lluvias declinantes y sequías, los modelos disponibles predicen una estabilización o leve aumento para la región agrícola argentina para fines del siglo 21 (NOAA-GFDL, 2012), pero no para regiones semiáridas y áridas. Sin embargo, hay cambios significativos que ya se detectan. Las estadísticas de precipitaciones en varias provincias del centro y noreste de Argentina entre 1950 y 2002 muestran una tendencia al aumento en la frecuencia de eventos extremos (Figura 4) representado por la cantidad de días con lluvias superiores a los 100 mm (Magrin, comunicación personal).
¿Cómo impactan sobre los rendimientos agrícolas los cambios detectados en los patrones térmicos y pluviométricos que se registran en el planeta? Un conocido trabajo de meta-análisis de datos recogidos en distintas regiones del mundo (Lobell et al., 2011) presenta resultados bastante contundentes. En general, los cambios climáticos están produciendo caídas significativas del rendimiento de cuatro cultivos principales (maíz, trigo, arroz y soja) en distintas regiones del planeta. Es probable que el aumento de temperatura contribuya a acortar el ciclo biológico de los cultivos, reduciendo el tiempo de fotosíntesis y, por lo tanto, los rendimientos. Estos autores solo detectaron muy pocas excepciones, y quizás una de las más notables ha sido el aumento de aproximadamente un 5 % de los rendimientos de la soja en Argentina (Figura 5).
Se puede inferir que esta excepción sea el resultado de variaciones menores en los patrones térmicos y pluviométricos de la región pampeana, y de su interacción con un proceso de marcada incorporación de tecnología.
Ganadería y calentamiento global
En Noviembre del 2006, publicado por Naciones Unidas y FAO (Organización para la Alimentación y la Agricultura), apareció una obra que inquietó al sector ganadero de muchos países, a una parte del mundo académico y científico, y a los propios medios de comunicación. La obra se tituló en inglés Livestock´s Long Shadow, o sea, La Larga Sombra de la Ganadería en español. Como indicaron los propios autores de la obra (Steinfeld et al., 2006), el informe evalúa el impacto del sector ganadero sobre los problemas ambientales del planeta en general, y sobre el calentamiento global en particular. Pone su foco tanto en el análisis de los problemas ambientales directos de la crianza de los animales, como en los problemas indirectos causados por la producción de los forrajes que los alimentan. Si bien los autores reconocen al sector ganadero como un jugador mayor en la creación de producto bruto doméstico y de empleo rural, y como una fuente insustituible de proteínas, también lo muestran como uno de los dos o tres mayores causantes de los problemas ambientales que abruman al planeta, en especial del calentamiento y el cambio climático global.
Los autores de la obra hacen responsable al sector ganadero del 18 % de las emisiones totales de gases de efecto invernadero, cifra que inclusive superaría a las emisiones propias de un sector tan gravitante como el del transporte.
Incluyen en esa cifra al metano que se genera por fermentación entérica, al óxido nitroso que se libera con las heces y la orina, y al anhídrido carbónico que se emite por deforestación y des-vegetación de tierras naturales. Le suman asimismo las emisiones de anhídrido carbónico debidas al cultivo de especies forrajeras, que incluyen el consumo de combustible fósiles utilizados en labranzas y cosechas, y la manufactura de los fertilizantes, plaguicidas y otros insumos agrícolas.
Un trabajo posterior de la FAO (Gerber et al., 2013), titulado Tackling climate change through livestock (Abordando el cambio climático a través del ganado), intentó morigerar la dureza del diagnóstico anterior identificando visiones alternativas y caminos de mitigación de las emisiones dentro de la propia industria ganadera. Los números de ese estudio re-calculan las cifras y muestran una reducción significativa de las emisiones atribuidas a la ganadería (de 18% a 14.5%), pero responsabilizan a los bovinos de carne y leche más de un 60 % de las emisiones totales del sector ganadero. Casi un 40 % de esas emisiones es atribuido a la producción de metano y óxido nitroso, otro 45 % a la producción y procesamiento de alimentos forrajeros. El 15 % restante corresponde a emisiones generadas a partir del almacenaje y procesamientos de heces y desechos (10%), y al transporte de productos animales (5%). América Latina y el Caribe aparecen allí como las regiones que presentan los mayores niveles globales de emisión debidos a la producción de bovinos de carne y leche. El trabajo pone énfasis ahora en señalar caminos y enfoques técnicos destinados a mitigar el nivel de emisiones. Las alternativas sugeridas incluyen, entre otras, (i) aumentar el secuestro de carbono por parte de las praderas destinadas a la producción bovina, (ii) cambiar los sistemas de alimentación, sustituyendo los forrajes fibrosos por alimentos concentrados y (iii) mejorar el procesamiento del estiércol favoreciendo el reciclado de los nutrientes en el suelo.
En términos energéticos el metabolismo del rumen es muy ineficiente porque hay grandes pérdidas de energía en forma de productos residuales tales como el anhídrido carbónico y el metano, que se eliminan sin generarle ninguna ventaja nutricional al rumiante. Pero la ineficiencia energética del rumiante es compensada por su notable adaptación biológica a ambientes marginales donde otras especies domésticas no podrían sobrevivir. Los ambientes de pradera habrían favorecido ciertas adaptaciones anatómicas y fisiológicas en animales herbívoros que incluyeron cambios en la estructura y función del sistema digestivo. Esos cambios habrían sido la génesis de un mutualismo entre el animal y los microorganismos que se hospedaban en su sistema digestivo, ventaja que representó un importante salto evolutivo al permitir a los herbívoros adaptados dominar aquellos ecosistemas ricos en pastos fibrosos (Hoffman, 1986).
En la mayor parte de las tierras semiáridas y áridas del planeta (que suman casi un 50 % de la superficie continental), en las cuales los cultivos anuales y las pasturas de calidad son inviables o inciertas, y donde dominan los pastos fibrosos de baja calidad, las únicas especies domesticadas que pueden digerir estos pastos y convertirlos en proteínas de alto valor biológico (carne y leche) son los rumiantes. El rumiante es el único eslabón vital que provee seguridad alimentaria a los humanos en esas regiones (Orskov y Viglizzo, 1994). Remover esas especies significaría condenar a las poblaciones locales a una inevitable migración forzada o a la extinción. Y con ello se eliminaría el único medio para producir dos elementos vitales de la alimentación humana: la carne y la leche. La línea argumental que plantea erradicar a los rumiantes del planeta con el fin de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, pierde significado frente a la realidad de las regiones áridas y semiáridas.
Granos y emisiones
Las evidencias empíricas demuestran que, en promedio, una hectárea de un cultivo anual convencional (por ejemplo, la soja) puede emitir entre 5 y 10 veces menos gases de efecto invernadero que una hectárea ocupada por un bovino de carne (IPCC, 2006). Sin embargo, se arguye que cuando ese cultivo se fertiliza con nitrógeno, menos del 20 % del amoníaco incorporado como fertilizante nitrogenado es aprovechado por los cultivos; el resto se disemina en el ambiente. Una parte significativa de lo que no se aprovecha se emite a la atmósfera como óxido nitroso, que es un gas que tiene una potencia invernadero casi 300 veces más alta que la del anhídrido carbónico. Por otro lado, también se critica el impacto que tiene la agricultura en países en desarrollo en los cuáles la frontera agrícola se expande a expensas de las tierras naturales ocupadas por bosques, especies leñosas, praderas y sabanas. Ese avance va ligado a una tarea intensiva de des-vegetación previa que genera una emisión inevitable de grandes cantidades de carbono bajo la forma de anhídrido carbónico y otros gases de efecto invernadero.
También los bio-combustibles caen dentro del cono de la crítica. Las razones que justifican su producción son simples: La primera razón es que pueden sustituir a los combustibles fósiles sin desventaja aparente. La segunda es que la síntesis de los mismos se basa en reutilizar el carbono atmosférico (presente en el aire), sin recurrir al carbono fósil contenido en el petróleo y sus derivados. La tercera es una consecuencia de la anterior, y es que su efecto sobre las emisiones de gases invernadero es neutro, porque el carbono que se emite es el que se había extraído previamente de la atmósfera, sin sumar nuevos flujos provenientes del carbono fósil. Pero estos argumentos son causa de mucha controversia. Por ejemplo, el reconocido científico David Pimentel, de la Universidad de Cornell (EEUU), ha demostrado en sus estudios que el bioetanol de maíz, por ejemplo, utiliza 29 % más energía fósil de la que produce (Pimentel et al., 2008). Y que el biodiesel generado a partir de la soja y del girasol requiere para su síntesis, respectivamente, 27% y 118% más energía fósil de la que pueden producir ¿Cómo realizó sus cálculos? Haciendo jugar la energía fósil utilizada para producir fertilizantes y plaguicidas, y para motorizar las actividades de labranza, cosecha, molienda, transporte, destilación y distribución del producto. Las organizaciones ecologistas enfatizan que el proceso que convierte los alimentos en carburantes es básicamente inmoral, porque mientras muchas poblaciones pobres sufren hambre, las sociedades ricas recurren a los alimentos para quemarlos como combustible. A la producción de bio-combustibles también se le objeta que sus emisiones de carbono tienen un costo que se imputa a los países oferentes pero se descarga en los países demandantes, y que favorecen la conversión de tierras naturales en tierras agrícolas y el desplazamiento de poblaciones nativas (Demirbas, 2009). Quienes defienden la producción aducen que muchas de las críticas quedarán superadas por los progresos tecnológicos, ya que existen avances significativos en genómica, biotecnología, procesos químicos e ingeniería que permitirán producir, en pocos años, un nuevo paradigma en el campo de las bio-refinerías. Por el lado de la genómica, se trabaja sobre la arquitectura de especies con alta producción de biomasa para lograr “plantas a medida”, con lo cual se logra mejorar su capacidad de fotosíntesis y la respuesta al fotoperíodo. Asimismo, se procura reducir el período de latencia, postergar la caída de las hojas y mejorar su relación biomasa aérea-biomasa subterránea.
En medio de estas discusiones, aparecieron estudios que demuestran que solamente el etanol proveniente de la caña de azúcar puede generar un balance energético favorable a los bio-combustibles, es decir, que el producto final libera más energía biológica que la consumida como energía fósil. Esta situación se da especialmente con el bio-etanol de producción brasileña. Otros autores coinciden en señalar que los bio-combustibles de segunda y tercera generación, o sea aquellos obtenidos por fermentación de residuos orgánicos (como el metano) existentes en los residuos orgánicos y basurales, tienen ventajas evidentes respecto a aquellos provenientes de los cultivos.
Quienes defienden el esquema sostienen que algunas tecnologías como la siembra directa o labranza cero revierten los efectos negativos de la agricultura sobre las emisiones de gases de efecto invernadero. La siembra directa minimiza el uso de combustible fósil en labranzas y contribuye a reducir las emisiones. No obstante, otros científicos sostienen que este método de labranza aumenta las emisiones de óxido nitroso, lo cual contrarresta la ventaja de usar menos combustibles de origen fósil. Otros críticos de la agricultura sostienen que la menor emisión de gases invernadero es relativa, ya que se contrarrestada por un mayor uso de plaguicidas y fertilizantes cuya manufactura impuso, en una etapa previa, una alta emisión debida a un consumo significativo de energía fósil.
Los números de la discordia
Como las estadísticas de emisión de gases de efecto invernadero de los países pueden ser “manipuladas” para representar realidades diferentes, es necesario prestar atención a lo que las mismas indican. Una forma habitual de presentar las emisiones anuales de distintos países es expresarlas en términos de kg de equivalente CO2 por habitante. Si bien es legítimo hacerlo de esta manera, es necesario tener en cuenta que aquellos países que tienen una densidad demográfica más alta resultan beneficiados, independientemente de la cantidad bruta de emisiones generadas. Esto es resultado de dividir las emisiones totales por la cantidad de habitantes de los países evaluados. En el gráfico superior de la Figura 6 se puede apreciar que algunos países sudamericanos como Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay presentan, en promedio, emisiones per capita superiores a las de países o regiones que son considerados fuertes emisores de gases de efecto invernadero, como China, India y la Unión Europea. Sin duda, esta es una forma sesgada de representar la realidad. Cuando esos mismos números son divididos por el número de hectáreas que poseen cada uno de esos países, la representación de las emisiones adquiere características muy distintas. En el gráfico inferior de la Figura 6, se puede apreciar que al valorar esas emisiones por unidad de superficie, los valores que muestran los cuatro países del Cono Sur de Sudamérica son significativamente más bajos, hasta cuatro y cinco veces menores que los de China, India y Unión Europea. Esto merece especial consideración cuando lo que está en juego son negociaciones internacionales que pueden afectar los intereses internos de los países. En una negociación entre países donde se juegan intereses comerciales o de otro tipo, no es lo mismo aceptar que Argentina sea evaluada en términos de emisiones per capita, que hacerlo en términos de emisiones totales o emisiones por hectárea. Las estadísticas manipuladas de manera inconveniente pueden acarrear resultados indeseables.
Replanteando el rol de los suelos
La erosión ha sido el problema histórico de los suelos, y ha sido causa de preocupación persistente en varias generaciones de científicos de la ciencia del suelo. No podemos ignorar que los suelos han estado y están sometidos a presiones antrópicas directas e indirectas que han sido causa de erosión, pero que también van más allá de la erosión. Hoy percibimos impactos no previstos ni considerados décadas atrás. En respuesta a la gran expansión demográfica de los humanos, problemas tales como la seguridad alimentaria, la seguridad ecológica y ambiental, la seguridad hídrica, la seguridad energética y la seguridad climática se han colado e instalado en el centro de la escena. En ese contexto, el suelo deja de ser un simple proveedor de nutrientes y agua para las plantas, y pasa a ser una fuente de provisión de servicios ecosistémicos esenciales. Además de alimentos, fibras, bioenergías y materias primas, hoy se mira al suelo como un proveedor de otros servicios como el secuestro de carbono, el control del clima, la regulación de los flujos de agua, la provisión de hábitat, el ciclado de nutrientes, etc. Un rol ampliado exige abordar un entramado complejo de interacciones entre el suelo, el agua (superficial y subterránea) y la biomasa de las plantas y microorganismos. Los cambios en el uso y cobertura de las tierras, o sea, el pasaje de bosques y pastizales a pasturas y cultivos, implican la remoción de grandes volúmenes de biomasa que cambian la estructura y la funcionalidad del ecosistema y del propio suelo, por encima y debajo de su superficie. Es así que los suelos no son considerados, como antes, un componente aislado del ecosistema (Smith et al., 2016), sino como un centro en si mismo donde convergen interacciones esenciales para la vida.
El carbono y nitrógeno adquieren hoy particular relevancia en los suelos, por ser éste una fuente de emisión de gases de efecto invernadero, como un sumidero que secuestra parte del anhídrido carbónico que se acumula en la atmósfera y calienta el planeta. Sabemos ahora que los suelos constituyen la principal reserva terrestre de carbono orgánico, la cual es tres veces mayor que la cantidad de carbono total que hay en la atmósfera, y 240 veces mayor que las emisiones de carbono fósil que se emiten anualmente en el planeta. Paustian et al. (2016) nos hablan hoy de hacer un manejo “climáticamente inteligente” de los suelos.
Las investigaciones emergentes y los desarrollos en la tecnología de la información como el uso de modelos de simulación y el análisis de grandes bases de datos (big data analysis) permiten considerar a los suelos como un componente clave en las futuras políticas de mitigación del cambio climático. Se considera que los suelos contribuyen aproximadamente con un 37 % de las emisiones agrícolas de gases de efecto invernadero, principalmente bajo la forma de metano y óxido nitroso. En ese sentido, un suelo manejado de manera “climáticamente inteligente” es aquel que, sometido a prácticas agronómicas precisas, permite modular los ciclos del carbono y del nitrógeno de manera que entre ambos se genere una sinergia que favorezca al clima global. En términos más sencillos, implica controlar el balance de gases invernadero de manera que la captura (secuestro) exceda a las emisiones. La implementación supone generalizar prácticas conocidas como la incorporación de residuos vegetales, residuos vegetales carbonizados mediante el fuego (carbón vegetal), estiércol y otros desechos orgánicos como una vía para contrarrestar las emisiones debidas a la deforestación y des-vegetación, a la producción agrícola y ganadera, y a la propia descomposición de la materia orgánica. Por lo tanto, la clave está en incrementar la fijación de carbono, reducir sus pérdidas, o combinar ambas a la vez. Varias tecnologías muy conocidas, como las labranzas conservacionistas, la incorporación de especies con un sistema robusto de raíces, o los cultivos de cobertura, mejoran el resultado de esa ecuación. La sinergia entre carbono y nitrógeno permite no solamente incrementar la fertilidad y la productividad de los suelos, sino también aumentar su diversidad biológica, reducir el escurrimiento de agua y la erosión, minimizar la contaminación, y actuar como un filtro moderador de los efectos del cambio climático.
Un concepto poco explorado en la ciencia agraria tradicional es que los suelos de bosques y pastizales naturales tienen gran parte de su biomasa acumulada en la zona de las raíces, es decir, debajo de la superficie. Es así que los ecosistemas nativos poco perturbados por el hombre poseen stocks de carbono subterráneo mucho mayores que los ecosistemas agrícolas, lo cual indica que los suelos tienen un potencial muy alto, y poco conocido, de secuestro de carbono.
Asimismo, las evidencias científicas (IPCC, 2006) indican que los pastizales pueden acumular debajo del suelo más carbono que el acumulado en la biomasa aéreo, y este stock subterráneo tiende a ser más importante en las regiones marginales, como en las praderas y estepas semiáridas y áridas, y en las tundras. Esta estratificación es producto de una estrategia natural de los ecosistemas de pastizal que buscan garantizar su supervivencia evitando exponer sus valiosas reservas de carbono en la fracción más lábil a los rigores del clima, como es su biomasa aérea.
Conservar o regenerar esos stocks naturales es parte de un nuevo desafío científico, ya que los mismos son una potente alternativa para mitigar emisiones. La rehabilitación y restauración de las tierras marginales, muchas de ellas degradadas a través de los años, puede lograrse mediante la reintroducción de bosques y pasturas. Los suelos se convierten entonces en el centro focal de una cosmovisión novedosa de la agricultura que ha dado en llamarse “intensificación sustentable”. Consiste, esencialmente, en mantener o aumentar los rendimientos agrícolas de las tierras más productivas, liberando otras tierras con la finalidad de reconstruir una reserva de carbono y regenerar una nueva fuente de servicios ecosistémicos. Pero así como los suelos pueden actuar como sumideros de carbono, no poseen una capacidad demostrada para capturar y secuestrar metano y óxido nitroso, dos potentes gases con efecto invernadero que se suman al anhídrido carbónico. En esos casos, la clave no está en intentar capturar y secuestrar esos gases, sino en reducir su emisión a través, por ejemplo, del agregado de aditivos que inhiban bioquímicamente su generación.
La cadena agro-industrial: un escalón que agrega complejidad
Un problema generalizado en muchos productores rurales y asesores agronómicos es asumir que la producción agropecuaria comienza y culmina en el potrero o en la tranquera del establecimiento rural. En realidad, este eslabón es el primero dentro de una cadena que puede ser corta o larga de acuerdo a la trayectoria que sigue el proceso como un todo y que lleva al consumo final del producto. En la práctica, existen varios eslabones intermedios a través de los cuales se transporta, transforma y distribuye el producto hasta que, una vez consumido, llega en forma de residuo o desecho al basural de un municipio. Es ahí donde termina el ciclo de vida de un producto que se inició en el potrero o parcela de un campo.
En ese largo camino que va del potrero al basural ocurren muchas cosas. El producto primario (grano, carne, leche) es manipulado a través de eslabones que incluyen el transporte desde el campo hasta el lugar de concentración, el acondicionamiento y almacenaje del commodity, su fraccionamiento y procesamiento industrial, el embalaje o “packaging” del producto ya procesado, el transporte a centros de distribución mayorista, la clasificación y distribución minorista, la colocación en góndolas de supermercados y almacenes, la compra y transporte doméstico, el consumo comercial o familiar, el acondicionamiento de los residuos y su posterior transporte a los sitios de deposición final. En la jerga industrial, a esos pasos se los simplifica diciendo que un producto se mueve “desde la cuna hasta la sepultura”.
Es allí donde tiene cabida el concepto de “huella ecológica”. La noción de Huella Ecológica surgió a comienzos de la década de 1960 a partir de estudios pioneros (Wackernagel et al., 2002) en países desarrollados que tomaron nota de una aceleración del crecimiento económico, y un aumento paralelo del consumo per capita y del uso de recursos naturales.
La Huella de Carbono es un componente importante de la Huella Ecológica total. Las estimaciones globales indican que la Huella Ecológica total de la humanidad (y naturalmente, la propia Huella de Carbono) no han dejado de crecer durante los últimos 40-50 años (Brown y Kane, 1994). La Huella de Carbono ha tomado considerable importancia a comienzos del siglo 21, cuando la sociedad global se percata de que las emisiones de gases de efecto invernadero provocadas por el hombre tienen un impacto directo sobre el calentamiento global que sufre el planeta (IPCC, 2007).
La Huella de Carbono es una medida (intangible al ojo humano) que procura cuantificar la cantidad de gases de efecto invernadero liberada a la atmósfera por los humanos. Comprende todas las actividades y procesos que integran el ciclo de vida de un producto o servicio, desde las materias primas utilizadas hasta el desecho final como residuo. De esta manera se busca informar al consumidor acerca de la contribución que los mismos hacen al calentamiento global del planeta. Es el componente que crece más rápidamente y genera mayor preocupación por sus efectos sobre el cambio climático.
La Huella de Carbono varía notablemente en función del desarrollo relativo alcanzado por países y regiones del mundo. Charles et al. (2010) han detectado diferencias significativas entre las economías desarrolladas y las economías en desarrollo. Como patrón general, mientras la emisión de carbono en las economías desarrolladas se concentra en el último eslabón de la cadena (abundantes desechos resultantes del consumo doméstico), en las economías en desarrollo se concentra en los eslabones de la producción primaria, el transporte y procesamiento de los alimentos. Esta asimetría define el perfil definidamente consumista de las sociedades desarrolladas, y el perfil de baja eficiencia (debido a pérdidas en la cosecha, transporte y procesamiento) de las sociedades menos desarrolladas.
Principalmente en los países desarrollados, el problema de las huellas ambientales se evalúa dentro de un marco general denominado Análisis del Ciclo de Vida (ACV) de un producto, de un proceso o de un servicio. La noción de ACV no es nueva (Papendiek, 2010). Se originó casi simultáneamente en Estados Unidos y Europa durante la década de 1960. ¿En qué punto estamos? Hoy se tiende a la estandarización de métodos que puedan ser aplicados en todo el mundo. La valoración del ciclo de vida del carbono está regida todavía por criterios bastantes caóticos que dependen de los métodos aplicados. Los “contadores” de carbono permiten en cierto sentido manipular los números de manera que quien opera el sistema goza de una ventaja. Buena parte de la valoración de huellas en empresas está a cargo de auditoras y certificadoras privadas que aplican procedimientos que, en muchos casos, admiten críticas.
Pese a ello, existen esfuerzos destinados a poner en caja y conferir objetividad a valoraciones que parecen tener una carga de subjetividad potencialmente elevada. Los avances más significativos se han producido en la industria agro-forestal, en las cadenas de la soja y el girasol, y en los biocombustibles (principalmente biodiesel de soja), que tienen gravitación económica en el mercado mundial.
Es probable que en un futuro no lejano se incluyan a la agricultura, la ganadería y la agro-industria como sectores de la economía que deban reducir su Huella de Carbono, ya que sus emisiones de metano y óxido nitroso representan entre el 25% y el 30% de las emisiones globales. Esto no favorece a los países en desarrollo que exportan productos agropecuarios, ya que en general el sector rural genera en esos países más de la mitad de las emisiones nacionales. El no cumplimiento de compromisos pactados los expone a presiones internacionales crecientes y a eventuales sanciones comerciales. Un peligro concreto que emana de estas sanciones es que ellas sean utilizadas por terceros países para justificar políticas de proteccionismo comercial. El amplio abanico de herramientas y normas voluntarias (por ejemplo: eco-etiquetado en la Unión Europea) tendrán una notable incidencia en el mercado global. Impulsada por una creciente sensibilidad ambiental de las sociedades desarrolladas, ya no cabe duda que la legislación internacional aumentará las exigencias de contralor ambiental sobre las empresas exportadoras. Pero la presión también provendrá de la competencia ejercida por las empresas ambientalmente pro-activas, o sea aquellas que tratarán de aprovechar las oportunidades comerciales emergentes y obtener ventajas de posicionamiento en el mercado global (Jan, 2009).
El agro argentino frente al desafío climático
La Cumbre Mundial del Clima (COP21) realizada en París a fines del 2015 nos planteó un dilema: los países deben detener el calentamiento global si quieren evitar una catástrofe climática de escala global. La consigna es mantener la temperatura media del planeta 1.5 °C por encima de los registros pre- industriales, y si aceptamos la visión dominante planteada por el IPCC, no hay otro camino que reducir las emisiones de carbono. Asimismo se acordó que tal esfuerzo no debe afectar la producción mundial de alimentos, lo cual ha sido una buena noticia para las economías en desarrollo productoras de alimentos.
Varios países se comprometieron a reducir de 30 a 40% sus emisiones al 2030. Argentina fue a París con el compromiso de reducir las emisiones un 15 % las emisiones respecto al nivel que tendríamos en el 2030 si continuáramos emitiendo a las tasas actuales. Debemos ser conscientes que por tamaño y diversidad territorial, la Argentina tiene un potencial de mitigación mucho más alto que otros países. Un compromiso mayor de nuestra parte favorecería nuestra reinserción en el mundo y nos alejaría del riesgo de una eventual penalización comercial.
Pero antes es necesario contextualizar el problema: el sector rural argentino emite solamente el 0.44 % de las emisiones globales (Inventario GEI República Argentina, 2012) pero por otro lado provee, grosso modo, un 24 % y un 15 % respectivamente de los granos y carnes que se comercializan en el mundo.
Reducir la producción de alimentos, y su provisión al mercado internacional, para mitigar las emisiones suena descabellado. Hay que buscar opciones. Los inventarios oficiales de la Argentina indican que el 50% de las emisiones provienen del sector rural. La deforestación/des-vegetación de tierras naturales, la ganadería y la agricultura aparecen como responsables, pero la deforestación explica la mayor parte de ellas.
Sin duda, de manera voluntaria o involuntaria, la ganadería también sus culpas. Como señalamos antes, casi un 40 % de las emisiones del sector agropecuario argentino es atribuido a la producción de metano y óxido nitroso, producto del metabolismo digestivo de los rumiantes incorporados a los sistemas de producción. El 80 % de las emisiones de los rumiantes corresponde al metano (Figura 8). En términos comparativos, un modelo de ganadería extensiva con una carga animal de un equivalente vaca/ha/año, emite en promedio 5 a 10 veces más carbono que una hectárea de soja. Pero por otro lado, una hectárea de maíz de alto rendimiento, en siembra directa, puede capturar a través de su biomasa suficiente carbono para neutralizar las emisiones de la soja. De esta manera, si la soja y el maíz son alternadas en una hectárea de cultivo, es posible generar un balance equilibrado de emisiones entre ambos cultivos. Solo se requiere alcanzar una rotación equilibrada (1 a 1) que compense las emisiones de un cultivo con el secuestro de carbono del otro cultivo. Cómo hacer para neutralizar las emisiones de la ganadería es la otra parte de la historia.
Si imaginamos un sistema hidráulico regulado por válvulas que permiten orientar el flujo de carbono en una dirección u otra, podemos admitir que nuestro sector rural puede accionar las válvulas para actuar como fuente que emite carbono, o como sumidero que lo captura. Encontrar un sistema de válvulas de emisión y captura no es posible en otros sectores de la economía como la industria o el transporte, que pueden emitir pero no secuestrar carbono. La clave está en los balances que puede manejar el sector agropecuario. Se reducirán las emisiones si el sumidero supera a la fuente emisora de carbono. Hoy en Argentina ocurre lo contrario.
¿Cómo accionar las válvulas para emitir menos? El sector rural argentino logró en las últimas dos décadas una adopción masiva de la siembra directa, lo cual permitió economizar grandes cantidades de combustible fósil. Sin embargo, hay dos cuentas pendientes para mitigar emisiones: la deforestación y la ganadería. Reducir la deforestación es el camino más directo para mitigar, ya que explica más del 40 % de las emisiones del sector rural. Poco se puede hacer para modificar el metabolismo de los rumiantes (bovinos y ovinos) ya que el sistema digestivo de estas especies genera emisiones inevitables que hoy son una constante fisiológica inmodificable. Pero sí se pueden encontrar otros mecanismos que capturen parcial o totalmente las emisiones ganaderas. ¿Cómo lograrlo? En este caso se trata de abrir las válvulas que permita llenar nuestros “silos de carbono” ¿Cuáles “silos”? Los árboles en crecimiento, los cultivos y las pasturas. La forestación es la opción más efectiva, pero también pueden hacer aportes muy significativos los cultivos de gramíneas (maíz, sorgo, trigo) y las pasturas asociadas a gramíneas perennes. En proporciones distintas, esos tres componentes combinados pueden almacenar grandes cantidades de carbono tanto en la biomasa como en el suelo.
En síntesis ¿cuál sería una política inteligente para descarbonizar el sector rural argentino? Cerrar tanto como sea posible las válvulas de emisión, y abrir las de captura de carbono. Si se llegara al 2030 con las mismas emisiones de hoy, pero si al mismo tiempo se redujeran las tasas de deforestación en un 50 %, y se forestara un 0.5 % extra de la superficie de Argentina, que se sumaría a lo ya forestado, el sector rural podría reducir entre 30 y 40 % sus emisiones, cifra similar a la comprometida por varios países en la COP21. Si en cambio se superara ese límite, y se lograra una superficie forestada del 3 % del territorio nacional, sería posible generar una economía agropecuaria carbono neutra, es decir que el sector rural podría secuestrar integralmente el carbono que hoy es emitido en los distintos procesos productivos (Figura 9). Dentro de ese
esquema, es necesario aclarar que no se incluyen en este cálculo las emisiones que genera el sector agro-industrial.
Para lograr tal objetivo es necesario implementar una política activa que promueva estos cambios mediante estímulos financieros, y es seguramente el Litoral Argentino la región forestal llamada a jugar un papel estratégico para enfrentar el desafío.
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Ing. Agr. Ernesto Viglizzo <eviglizzo@gmail.com>